Ernest Hemingway fue un pésimo corresponsal de guerra. Técnicamente, sus descripciones de batallas o bombardeos eran monótonas: ponía excesivo énfasis en su propia proximidad al peligro, cargaba las tintas en los «borbotones de sangre» y las piernas «cercenadas», y aderezaba más de la cuenta los diálogos, lo que les restaba autenticidad. Hemingway y la mayoría de los escritores de postín que acudieron a la Guerra de Espana empujados por altos ideales solidarios elaboraron piezas de literatura memorables -el mejor ejemplo es ‘Por quién doblan las campanas’-, pero fallaron en el plano periodístico, donde las interpolaciones pasionales y la ficción deben ser administradas con cuentagotas. Ninguno tuvo las agallas o el buen sentido de jugar a la contra e informar, por ejemplo, de la persecución que se abatió sobre individuos del bando republicano –trostkistas, anarquistas o liberales– a los que no se consideraba puros desde la óptica del comunismo estalinista. Cuando lo denunciaron, como hizo George Orwell, ya era tarde o no tuvo peso. Las redacciones de los periódicos no eran ajenas a la presión emocional en que trabajaban sus corresponsales y en algunos casos se hicieron sinceros esfuerzos para equilibrar la información. Decidido a cubrir la contienda con imparcialidad, el New York Times elaboró un plan: publicaría noticias de ambos bandos con similar extensión y relevancia. Sobre el papel parecia honesto, pero resultó impracticable debido a que William Carney, el devoto periodista católico que acompañaba a las fuerzas ‘nacionales‘ de Franco, no estaba a la altura profesional de Herbet Matthews. Durante la Batalla de Teruel, el incauto Carney dio como bueno un comunicado nacional anunciando la captura de la capital provincial aragonesa y envió una crónica prolija: «… la poblacion ha recibido a los vencedores con el brazo en alto.» En el mismo instante en que salían de las rotativas...
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