Todos los cadáveres se asemejan, pero cada muerte es distinta. Una de las escenas mas vívidamente impresionadas en mi cerebro tras treinta años de dar tumbos por el mundo yendo de guerra en guerra es la de un padre bosnio que se presentó en junio de 1992 en un hospital de Sarajevo suplicando que reanimasen a su hijo. Llegó con una muchacha que debía ser su esposa y todavía más joven que él, justo en medio del bombardeo, apenas unos instantes después de que unos morterazos nos hubieran hecho meternos a toda prisa en la atestada recepción del edificio, como se ve en la foto de abajo donde yo aparezco con una cazadora marrón buscando un hueco donde cobijarme. El hombre apenas tendría veinticinco años y sujetaba en sus membrudos brazos a un niño al que la metralla había arrancado un tercio de la cabeza. Su hijo estaba muerto, pero el hombre se negaba a aceptarlo. Lo acunaba, intentaba taponar con la palma de la mano el horrendo orificio del cráneo y le susurraba palabras cariñosas al oído. Cuando le convencieron de que no se podía hacer nada, se acurrucó en un rincón con la criatura apretada contra el pecho y estuvo así, llorando sin sonido, varias horas. A pesar de esa escena aciaga, no es el fallecimiento de ese niño lo que recuerdo con más espanto. En 1980, en San Salvador, asistí a la ejecución a sangre fría de un testigo de Jehová, que hasta el último instante de su vida estuvo convencido de que Dios acudiría en su ayuda. Hacía pocas semanas que habían asesinado a monseñor Óscar Romero. La universidad era un foco de protestas y las autoridades militares decidieron cerrarla. Podían haber clausurado el centro con un decreto y dos funcionarios, pero escogieron la forma dura:...
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