La figura de mi madre, levemente inclinada sobre la barandilla blanca de la terraza, fue lo último que vi cuando abandoné la casa familiar para descubrir el mundo. Permaneció en silencio, muda, agitando la mano en un gesto que era más una bendición que una despedida. Al final de la cuesta, donde está el cartel que pone Molinaseca, miré hacia atrás y seguía allí, enmarcada por la dorada luz del atardecer. Después pasé la escuela del pueblo, doblé la curva, apreté el acelerador del traqueteante Seat 600 y cerré para siempre esa parte de mi vida. Era un día de septiembre de 1978. Tras cuarenta y un años de abstinencia electoral, los españoles habían podido elegir de nuevo a sus representantes políticos. Hacia apenas un año que la UCD de Adolfo Suárez se había impuesto por primera vez al PSOE de Felipe González, y veteranos como Manuel Fraga, Santiago Carrillo, Tierno Galván y Josep Tarradellas seguían siendo las figuras mas descollantes del firmamento político. Hacia calor y partí con la impresión de que era el momento ideal para buscar aventuras. LA SALIDA DEL NIDO A LA CONQUISTA DEL MUNDO Yo tenia veinticinco años, conservaba cierto aire adolescente y mucha blandura en el alma, pero en mi interior alimentaba ya una confianza ciega en mi buena fortuna. Llevaba conmigo un par de botas Timberland, dos cámaras fotográficas, tres objetivos Nikon, un saco de dormir, cuatro camisas de algodón, una cazadora de cuero, una maquina de escribir portátil, una radio de onda corta y el talón por valor de cien mil pesetas que mi madre había deslizado en mi bolsillo en el momento de la despedida. Me sentía eufórico. Era libre y tenía el destino en mis manos. Estaba impulsado por las mismas fuerzas que durante siglos han empujado a millones de...
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