En 1869, cuando James Gordon Bennett, propietario del New York Herald y organizador de los primeros partidos de tenis y polo en Estados Unidos, además de promotor de carreras de yates interoceánicas, contrató al escocés Henry Morton Stanley y le asignó la misión de encontrar a David Livingstone, el misionero-geógrafo escocés desaparecido en las profundidades de África tres años antes, el joven y arrogante editor no reparó en gastos. «Le voy a decir lo que debe hacer -explicó Bennett al atónito Stanley, quien acababa de llegar de España, donde seguía las guerras carlistas-. Coja ahora mil libras esterlinas y cuando se le acaben tome otras mil, y cuando termine con estas pida otras mil y otras mil… y otras, pero ¡encuentre a Livingstone!» Así fue como una noche de octubre, en una habitación del Gran Hotel de Paris, Stanley fue enviado a África. En aquellos instantes el reportero-explorador tenia veintiocho años. Medía poco más de metro y medio y, según sus biógrafos, parecía un huérfano sacado de un relato de Charles Dickens. Era de origen galés, nació en un hospital londinense, nunca conoció a su padre y a los cuatro años fue internado en un asilo infantil, donde permaneció hasta cumplir los quince. En el puerto de Liverpool intimó con un marinero, logró que lo aceptaran como grumete en un barco que zarpaba hacia Nueva Orleans y, cuando estalló la Guerra de Secesión americana, se enroló en el ejercito confederado. Fue hecho prisionero, liberado cuando manifestó su voluntad de cambiar de bando y alistado de nuevo, pero esta vez en las filas de la Unión como miembro de la tripulación de un barco. Hasta entonces todo en la vida le había sido adverso, pero de repente cambió la rueda de la fortuna. Alguien en la US Navy tuvo la idea...
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