Me acuerdo muchas veces de Julio Fuentes. Han transcurrido casi 24 años, desde aquel aciago 19 de noviembre de 2001 en que unos facinerosos capitaneados por un psicópata llamado Reza Khan lo mataron en un recodo del tortuoso desfiladero que lleva de Jalalabad a Kabul y a menudo. Se cumplen hoy 20 años y cuando me hundo en esas soledades en las que los hombres hablan consigo mismos o con Dios, me viene a la memoria su rostro. Era un chaval a quien yo quería. Le encantaba el periodismo y fue de los que se abrió paso como reportero, sorteando todo tipo de obstáculos, rechazos e incomprensiones. A diferencia de otros, que no han tenido para esta profesión ni una centésima del peso que tuvo Julito, no se montan cada año rimbombantes homenajes en su honor. Y me duele. Es el nuestro un país desmemoriado y desagradecido. La mañana que murió yo estaba en Kabul, donde tres días después trajeron su cadáver. Conmocionado por su muerte, el diario ‘El Mundo’ publicó a botepronto dos piezas en memoria del compañero caído -una firmada por Fernando Múgica y otra por Gervasio Sánchez– y un pequeño suelto editorial, donde explicaban que todo empezó la tarde anterior de aquel lunes espantoso. Julio había enviado una crónica brillante. Se trataba, una vez más, de una exclusiva. Había encontrado en una base abandonada de Al Qaeda unos estuches de cartón que contenían ampollas. En los envoltorios podía leerse en ruso, con caracteres cirílicos: ‘gas sarín’. Llamó muchas veces a la redacción para asegurarse de que entendíamos la importancia del hallazgo. Comentó, casi de pasada, que había organizada una caravana de periodistas para ir desde donde la antigua capital veraniega de los reyes afganos hasta Kabul. Al amanecer hizo su equipaje a toda prisa y se reunió...
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