Estos días la prensa daba cuenta de la decisión del gobierno de las Islas Baleares, del Partido Popular, de dar marcha atrás en el reconocimiento legal del llamado “pin parental”. La decisión parece enmarcarse en la reciente ruptura del pacto de gobierno con Vox y en la búsqueda, por parte de los populares, de apoyos puntuales de la izquierda para conseguir la estabilidad en la presente legislatura de esa Comunidad Autónoma. Se trata del penúltimo episodio de un fenómeno que no deja de llamar la atención: la abierta hostilidad desde los partidos políticos -con la sola excepción de Vox- y los sindicatos de enseñanza de la izquierda, hacia el “pin parental”. Un instrumento que, más allá del nombre con el que se ha popularizado -quizá un tanto esotérico-, no consiste más que en el simple consentimiento informado de los padres para que sus hijos asistan o no a actividades escolares complementarias, no estrictamente curriculares, con contenido moral que pueda resultar controvertido. El asunto es importante y no creo, como a veces se ha dicho, que se trate de una suerte de “batallita menor para tranquilizar conciencias”. De lo que estamos hablando es de quién es el primer titular del derecho a la educación de los hijos. Y aquí no hay necesidad de remontarse a grandes elucubraciones intelectuales ni jurídicas. Debería bastar con apelar al más básico sentido común y a la experiencia vital, biográfica, de cualquier persona. Los padres somos transmisores de la vida a nuestros hijos. Somos quienes los queremos y los conocemos. Nuestra es la responsabilidad, el derecho-deber, de velar por su desarrollo y su educación. De manera universal, la familia es, además y en situaciones ordinarias -que son la inmensa mayoría-, el entorno propicio para el desarrollo afectivo, psicológico y moral, para el crecimiento de los niños...
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